“En el principio existía
la Palabra”: todos conocemos esta frase de la Biblia. Lo
más interesante es que no
se compara a Dios con una figura, con un efecto de la
naturaleza, sino con una
expresión gramatical. En mi oficio de escritor estoy
obligado a concentrarme en
la importancia de las palabras, pero creo que todo ser
humano debe siempre
prestar atención a lo que dice y a lo que oye.
Tenemos que compartir.
Aunque conozcamos la información, es importante no
dejarse llevar por el
pensamiento egoísta de llegar solo al fin de la jornada. Quien
hace esto descubre un
paraíso vacío, sin ningún interés especial, y pronto se
morirá de aburrimiento.
No podemos coger las luces
que iluminan el camino y cargar con ellas a cuestas.
Si actuamos así,
llenaremos nuestras mochilas con linternas y tendremos que
deshacernos del alimento
que nos da fuerza para seguir adelante: el amor.
Tenemos que recibir
estímulo, consejos. Pero a veces, por inseguridad,
interrumpimos una conversación
en la mitad, por miedo de mostrar a nuestro
interlocutor que
desconocemos aquel asunto. ¿Cuál es el problema de aprender?
¿Por qué nos sentimos
humillados cuando alguien toca un tema que
desconocemos? Nadie tiene
la obligación de saberlo todo. Dijo Albert Einstein:
“Cien veces al día me
acuerdo de que mi vida interior y la exterior dependen del
trabajo que otros hombres
están haciendo ahora. Por eso tengo que esforzarme
para devolver por lo menos
una parte de esta generosidad, y no puedo dejar ni un
momento vacío”.
Y mientras no se invente
un nuevo proceso de comunicación más directo que la
palabra, tendremos que
contentarnos con ella, aunque a veces sea demasiado
pobre para describir lo
que sentimos. Dice el poeta brasileño Carlos Drummond de
Andrade en una carta a su
nieto: “Admito que amo de las plantas la carga de
silencio, Luis Mauricio, /
Pero hay que intentar el diálogo cuando la soledad es un
vicio”. Conozco a personas
que no dan importancia a las palabras.
Sí, es verdad que a veces
decimos: “¡Anda!, hace tiempo que no discuto con
fulanito” o “nunca he
tenido una gripe”. De repente, al día siguiente, cogemos una
gripe o discutimos con
fulanito.
Entonces concluimos: trae
mala suerte comentar las cosas buenas que nos
suceden.
Nada de eso. En verdad,
antes de cualquier problema, el Alma del Mundo nos
muestra cuánto tiempo
estuvimos sin enojarnos con determinada cosa. Nos quiere
decir lo generosa que ha
sido la vida hasta ese momento, y lo seguirá siendo, si
superamos con coraje el
obstáculo. Habla. Dialoga. Participa. Nada hay más
despreciable que el “observador”
acomodado y cobarde. Tu valor al expresar
opiniones te ayudará a
crecer en cualquier dificultad. Habla de las cosas buenas
de tu vida a todo el que
quiera oír: el Alma del Mundo necesita mucho de tu
alegría, y Dios se
alegrará al ver tu sonrisa. Habla de los momentos difíciles que
puedes estar viviendo: da
una oportunidad a los demás para que te den lo que
necesitas, aunque sea tan
solo una palabra de apoyo.
La palabra es poder. Las
palabras transforman el mundo y al hombre. Los
vencedores hablan con
orgullo de los milagros de sus vidas. Cuanta más energía
positiva haya a tu alrededor,
más energía positiva atraerás, y más se alegrarán los
que bien te quieren. En
cuanto a los envidiosos, a los derrotados, estos solo
podrán hacerte daño si tú
les das ese poder.
“Mi baile, mi bebida y mi
canto son el lecho donde reposará mi alma cuando
vuelva al mundo de los
espíritus”, dijo un sabio indonesio. Por lo tanto, usa verbos,
sujetos, predicados, y
canta tus alegrías y penas, pero canta todos los días de tu
vida.
Cuentos de Paulo Coelho
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